jueves, 2 de septiembre de 2010

Arcadio Morales

Éstas son las únicas páginas de la autobiografía de mi amado padre, fueron halladas sólo por obra de la providencia, pues entre tantos libros y escritos que dejó jamás la habíamos encontrado. Si algún beneficio reportan estas líneas de aquel que fue llamado el “Moody mexicano”, que sea todo para la gloria de aquel que lo llamó, según el intento suyo y gracia, el Señor Jesucristo.

Su hija menor,
Guillermina Morales F.
Coyoacán, 2 de agosto de 1975


El 12 de enero de 1850, a las cinco de la tarde nació Arcadio, hijo de Benito Morales y Felipa Escalona en la ciudad de México, en el callejón de San Simón número 3.

Hasta la edad de 9 años, Arcadio Morales había vivido con relativas comodidades, habiendo aprendido a leer a los 5 años y malamente pintar letras hasta los 9, aunque a costa de muchos y crueles castigos como se enseñaba en México hace 50 años*.

Entonces, habiéndose acabado mis recursos, mi desgracia me puso en contacto íntimo con un dulcero, hombre pobre sin instrucción ni educación de ninguna clase, borracho, blasfemo, pendenciero, malo por los cuatro lados. Este señor me enseñó a hacer dulces y después venderlos, llevándome consigo a pie, sin zapatos, muchas veces hambriento, en calzoncillos y mangas de camisa, relacionándome en esta triste situación con la gente de la más baja clase de la ciudad de México y sus alrededores. Quien me hubiera visto a tan temprana edad en compañía de soldados, presos, comerciantes vagabundos, borrachos y gente perdida en todos los sentidos, habría asegurado con razón que sólo me esperaba la cárcel y la infamia como único porvenir.

Pero Dios me había concedido una gracia y era el amor al trabajo honrado; no puedo olvidar hasta hoy, después de 45 años, la satisfacción tan grande que me causó el hecho de haber ganado mis primeros dos reales en la venta de mis dulces y contribuir con ellos al sostén de mi madre y de mi hermano Felipe. Más tarde, cuando ya contaba 12 años de edad, ganaba en el mismo negocio de 6 a 9 reales diarios, con lo que mantenía a mi familia.

Así vivía y habría pasado toda mi vida si no acontece un día por Navidad, que hallándome resfriado en mi casa, una señora me ofreció medio real por llevarle una mesa hasta la Plaza de Armas, a lo que accedí con mucho gusto; esto pasaba de noche, pero al volver de mi mandado yo tenía un tifo mortal que a duras penas se me pudo cortar, pero ¡santo tifo! ¡Bendito tifo!, porque esta circunstancia hizo que mi madre se resolviera a quitarme de dulcero y hacerme aprender un oficio más hermoso cuando me aliviara por completo. Yo me oponía seriamente, ante nuestra carencia completa de recursos, para aprender un oficio en que tardaría cuando menos dos años sin ganar nada, pero mi madre era inflexible una vez que había tomado una resolución y no tuve más que obedecerle y aprender el oficio de hilador de oro a la edad de 13 años.

Esta parte de mi historia ha sido hasta aquí y si en esta ocasión me atrevo a revelarla es con el fin que voy a indicar. Primero, para que Dios sea glorificado por mí, comprobándose una vez más en la vida que Él escoge en su soberana gracia vasos de barro, para depositar en ellos sus favores para que la alteza sea de Él y no de los hombres. Segundo, para que los niños y jóvenes que tengan conocimiento de esta historia no se desanimen en las pruebas y luchas de la vida ni se avergüencen del trabajo manual por vil que parezca y tercero, para que el evangelista mexicano, el doctor Arcadio Morales, redactor de El Faro, el diariamente llamado a brillar en la corona de Cristo, no se envanezca jamás ni olvide nunca que fue misericordiosamente salvado por la mano de su Padre Celestial de un estado infeliz de miseria y pecado.

Por los años de 1878 y 1879, mi madre halla base en la pequeña población de Zacualtipán, que en ese entonces pertenecía al Estado de México; posaba en casa de un abogado en donde se leía la Biblia todas las noches. No era un culto familiar porque no había oración ni cantos, pero sí se comentaba la lectura del Santo Libro todas las noches, quedando mi madre tan prendada de esa lectura que cuando volvía a nuestro lado nos hablaba con calor de un libro, que sin ser de los sacerdotes, enseñaba cosas muy buenas en verdad. Por supuesto que entonces no había Biblias en la capital de la República sino en poder de los curas, quienes tenían buen cuidado de ocultarlas de la vista del pueblo, pero la buena Providencia de Dios quiso que cuatro años después, cuando yo entré a aprender el oficio, allí entre una vitrina de libros que tenía mi maestro, el señor Aguilar, se encontrara la Biblia y se me permitiera leerla. ¡Qué día tan feliz fue aquel cuando pude volver a casa diciéndole a mi madre que el maestro tenía las Sagradas Escrituras y que me concedía libertad de leerlas! Desde entonces, es decir, por espacio de 43 años somos conocidos el Libro de Dios y yo. Por supuesto que yo no entendía lo que leía y más bien se pudiera decir que era una inocente diversión para mí; me recreaba leyendo acerca de la creación, de las plagas de Egipto, de las guerras de Israel y algo del Nuevo Testamento. Lo que siempre me impresionaba era la idolatría, pero con todo yo seguía siendo un ferviente católico: me confesaba, hacía penitencias, peregrinaciones a la Villa de Guadalupe porque no había quién me enseñara, pues aunque mi madre era completamente opuesta al romanismo, nada sabía de la salvación de Cristo y además, casi ni sabía leer.

Por fin, después de otros seis años de espera, un martes, cuando yo volvía del trabajo, mi madre me recibió con la noticia de que la habían invitado a un culto protestante que existía en la calle de San José del Real número 21, porque se iba a celebrar un bautismo; como yo era un fanático católico me escandalicé de estas invitaciones, y tanto me escandalicé al saber que mi madre que era la invitada, no podría concurrir y me mandaba a mí; yo me resistía, pero mi madre no retrocedió y tuve que ir casi como quien va al patíbulo llevado por el señor Julián Rodríguez, tío del señor Manuel Zavaleta.

La capilla estaba en alto. Cuando íbamos subiendo yo sentía que el suelo era de algodón y mi corazón latía fuertemente. Hubiera querido escaparme, pero era imposible. Por fin llegamos al lugar del culto y para sorpresa mía me cercioré de que los protestantes no tenían cuernos, ni cola, ni patas de gallo, ni olían a azufre… y me tranquilicé. Y cuando el señor Lauro González tomó a mi antiguo amigo —el Libro—, la Biblia en sus manos y leyó en él el capítulo tercero de Mateo, entonces me volvió la sangre al cuerpo. Siguió la ceremonia del bautismo y concluyó el culto, y cuando le pregunté que si en eso consistía el protestantismo me dijeron que sí, dije que yo ya había sido protestante hacía algún tiempo… y desde aquel día quedé completamente separado del romanismo hasta el día de hoy. A los ocho días justamente se invitó a los presentes a pasar a la tribuna a expresar sus convicciones, y yo tuve el atrevimiento de pasar y comenzar una carrera que ha durado 37 años sin interrupción alguna, gracias a Dios.

A los pocos meses establecí en mi propia casa el culto, el culto evangélico en la calle de Garrapata número 2. Esta congregación era la tercera porque los cuáqueros ya habían establecido la segunda en la calle de San José del Real y después en la calle de Las Maravillas. Pero no hice profesión de fe sino después de haber predicado y de haberme sostenido con mi trabajo manual por espacio de cinco años.

Naturalmente, se preguntarán: ¿qué hizo este pobre muchacho para saber algo? Pues debo decir que desde la edad de 16 años experimenté un vivo deseo de instruirme aprovechando de todas las oportunidades que se me presentaban: libros, periódicos, folletos, todo lo que podía lo leía con interés, al mismo tiempo que desempeñaba mi trabajo manual, pero quien me ayudó mucho fue el doctor en Teología don Ignacio Ramírez Arellano, ex fraile dominicano. Este señor nos enseñó día a día por varios años filosofía, retórica, exégesis, historia y otras cosas; las clases duraban una o dos horas en la noche de 7 a 9 y no me acuerdo de haber faltado una sola vez.
Más tarde, los señores Aguas y Palacios nos dieron algunas clases de filosofía, pero en verdad fueron contadas esas clases. Por supuesto todos los libros nos venían de la Sociedad Americana de Tratados; los devorábamos con ansia porque eran los únicos que había de nuestra religión. Por entonces yo tenía que predicar dos sermones semanarios sin dejar de trabajar para vivir, por supuesto. Cuando el señor Riley llegó al país no había más que una pequeña congregación que dirigía el señor Sóstenes Juárez en la calle de San José del Real. Él había llegado a la congregación solamente unos días antes que yo, siendo el que tuvo la dicha de introducir el canto evangélico y establecer la Escuela Dominical.

Mi señora madre se asustó al verme abrazar el protestantismo, pues le parecía que iba yo demasiado lejos y aunque era liberal y despreocupada, todavía conservaba en su casa la imagen de la virgen de Guadalupe, hasta el día en que establecí el culto en mi propia casa, ella misma tomó el ídolo guadalupano y lo quemó. Después, en la misma Biblia aprendió a leer a los 42 años, siendo fiel hasta el último momento de su vida y una hora antes de dejar esta vida, hablaba de la Palabra de Dios. Para que se vea cuál era el temple de su carácter debo citar dos cosas. El primero se refiere a mi viaje a Puebla como colportor, hace 36 años. Le pedí consejo, advirtiéndole que la misión era muy peligrosa y ella me dijo: “Ve, el Señor te protegerá”.

Estando allí le escribía que la misión era cada vez más peligrosa, pero me contestaba: “Estamos orando por ti, no temas, sigue adelante”. Por fin nos asaltaron los católicos, en número como de 3 mil hombres, hubo dos muertos y varios heridos. Los de México tuvimos que huir de la ciudad angelina; yo venía con un machetazo en el brazo izquierdo y una “rotura” en la cabeza. Cualquiera otra madre hubiera ido a esperarme llorando a la estación, ella no; me esperó en la casa con el médico y lo necesario para la curación. Quiso ser la primera en ver las heridas y luego me dijo: “No es cosa de riesgo, dentro de pocos días estarás enteramente bueno”. Debo añadir que mi madre era india, de raza pura y de un corazón bondadoso y tierno, aunque sumamente enérgica.

Yo pude notar la presencia del Espíritu en su corazón; me parece que era como el caso de Moisés en las aguas de Mara, endulzadas cuando obedeció a Dios e introdujo la vara que el Señor le ordenó. Uno de mis más grandes gozos en el cielo será el volver a ver a mi madre.

Cuatro veces, contando con lo de Puebla, estuve a punto de morir en manos de los enemigos en medio de motines. Una vez fui arrastrado por un río con todo y caballo en Amacuzac, Guerrero. Los jesuitas compraron a una visitadora que tenía que hacerme una acusación muy seria; consiguieron dos testigos falsos que me acusaban de haber faltado a dos maestras, diciendo que eran mis sobrinas.

Lograron que el señor J. Milton Greene llegara a decirme: “Mientras se aclaran las cosas es necesario que usted deje de predicar”. Jamás he tenido una prueba más grande a pesar de sufrir tanto, que creo que una noche encanecí; no dije nada a mi esposa ni a mis hijos, sólo a mi Señor, teniendo la dicha de que a las 24 horas, la pobre mujer estuviera de rodillas ante el señor Greene confesándole que le habían pagado 500 pesos por calumniarme. Las dos mujeres se volvieron al romanismo.

Creo que este es el momento de decir que antes sufría mucho de la garganta y el médico me advirtió que si no dejaba de predicar me vendría una crisis que me atacaría y rápidamente moriría. No obedecí al médico y mientras he predicado otros 23 años, él ya murió. Otro médico, amigo mío, al ver que sufría intensos dolores de cabeza, me dijo que si seguía trabajando tan intensamente en un mes moriría hablando o caminando en la calle y mi muerte sería instantánea. Lo cierto es que después de su diagnóstico he trabajado como nunca 11 años más y no he muerto, mientras algunos jóvenes robustos, fuertes, han descendido uno tras otro al sepulcro yo estoy al frente de la obra que el Señor se ha servido encomendarme. ¡Gloria sea a Él!

Voy a decir cómo vivo actualmente [aproximadamente en mayo de 1906].

Me levanto a las 6 o 6:15 en invierno y en verano a las 5; en mi cama doy gracias a Dios, inmediatamente hago ejercicio con unas barras de fierro por espacio de media hora; después de asearme principio mis tareas leyendo cartas o contestándolas, buscando textos o consultando libros hasta la hora del desayuno que se sirve a las 7:30. Después del culto familiar vuelvo a mi escritorio a escribir y estudiar hasta las 10 de la mañana, doy grasa a mi calzado, visito una escuela y hago una o dos visitas domiciliarias, volviendo a casa a la una del día. Tomo mis alimentos en compañía de mi familia y vuelvo a efectuar otras visitas hasta las 5 de la tarde. A las 6 tomo mi leche que me tiene mi esposa en una botella, me pongo algo de pan en la bolsa y me voy los martes a predicar a San Pedro y San Pablo. Los miércoles predico en El Divino Salvador, jueves en Santa Ana o Lerdo, viernes en San Pedro o San Pablo o a la colonia de La Bolsa. Los lunes y sábados a la clase normal en El Divino Salvador o a San Pedro y San Pablo. Como ya es de noche, en la calle mientras viene el tren, tomo mi leche y mi pan antes de entrar al templo en donde predico y vuelvo a casa a las 9 o 10 de la noche, tengo unos momentos de conversación con la familia y con esto concluyo el día. Ésta ha sido mi costumbre por muchos años. Como una buena parte del día la paso en tren, allí me llevo mis cartas, periódicos y libros para prepararme y con lápiz hago mis apuntes para sermones o trabajo periodístico, al cual consagro las primeras horas de cada día. Como hace 21 años que sufro del hígado y no puedo andar para hacer mis visitas pastorales, me valgo del tren o coche por regla general, pero cuando no hay estos medios voy en burro, en carretón de la ladrillera, el carro de leche en parihuela, en silla de ruedas, en un sillón con unas barras que llevan dos hombres o bien a caballo, con una silla especial y, ¡ay de mí!, reconozco que poco a poco voy perdiendo terreno en este particular, pues no puedo andar sino unos cuantos pasos sin sufrir y después de la predicación mi mayor placer consiste en visitar.

Tengo nueve congregaciones bajo mi responsabilidad, ocho escuelas dominicales, cinco escuelas diarias, siete sociedades de Esfuerzo Cristiano, tres cárceles; además la presidencia de la Asociación de Ministros Evangélicos en la Ciudad de México y la de la Junta Misionera del Sínodo. Pero confieso que muchas veces siento que la cabeza me quiere reventar, aun el habla se me entorpece por el exceso de trabajo intelectual, no obstante que no fumo ni bebo, ni tomo café ni ningún té, con todo, mi sistema nervioso se agota completamente, particularmente cuando no puedo descansar los lunes.

Cuento con 29 colaboradores bondadosos trabajando en mi compañía sin cesar, tocando, dirigiendo cultos, sociedades de Esfuerzo Cristiano, haciendo oficios de guardatemplo, reuniendo dinero, visitando, trabajando de cualquier otra manera.
Una experiencia que me ha sido muy saludable en el trato con estos colaboradores es ésta: cuando yo me sostenía con mi trabajo manual y predicaba, por desgracia los que dirigían la obra evangélica no me trataban bien por dos razones: primera, porque yo no había estudiado en ningún colegio, y segunda, no tenía bastante dinero como los que eran sostenidos por las misiones; no tenía levita, ni sorbete, ni guantes, ni zapatos de charol y materialmente era yo la oveja prieta en el rebaño. Esto me lastimaba y el recuerdo de aquellas heridas me ha servido mucho para tratar a las personas no por sus títulos, sino por su fe y sus acciones; otra cosa que me ayuda es la paciencia, esperando que el que hoy lee, ora o predica mal, mañana lo haga mejor, corrigiendo con dulzura y buen modo sus defectos, ayudándolo a mejorar. También en esto sufrí con mucha acritud.

* La fecha a la que se refiere es entre 1855 y 1860.
El original es una transcripción mecanografiada por Guillermina Morales F., proporcionada por Eugenia Amador de Miranda, bisnieta del doctor Arcadio Morales, primer pastor de la Iglesia El Divino Salvador del Centro Histórico de la Ciudad de México.

Fuente: http://www.publicacioneselfaro.com.mx


bY LeMS

5 comentarios:

  1. Los hombres mueren, los ideales son eternos.

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  2. Como a sido de bendicion el testimonio de este gran hombre de Dios, creo que mi esposo siendo pastor por "a gracia de Dios esta pasando algo similar......pero proseguimos adelante al igual que grandes hombres que amaton a Dios.

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  3. Nada que se haga en su nombre, es en vano.

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  4. Me siento un siervo inútil a lado de este hombre. Su vida fue una bendición para el extendimiento de las buenas noticias de salvación en el centro de México.

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